Echar las cenizas al río.
Los dueños del mundo
Cuando nos cansamos y ya nada nos importa en
Buenos Aires, podemos hacer trismo. Pensamos que eso nos hace mucho bien. Además,
no tenemos que temer ni a las desgracias ni a los presagios, porque contamos
con buenos transportes y con autoridades diseminadas por todas partes del mundo.
Podemos ser los turistas en el mundo porque somos los dueños de él.
Pero ya que nos referimos siempre al indio,
podemos afirmar sin más que él ni turista, ni dueño del mundo es. Ya mismo,
cuando inicia sus viajes realiza un sinfín de ritos para adivinar la suerte que
correrá. Acude entonces al yatiri, quien por su parte consulta las hojas de
coca o la llama de una vela, para ver si el viaje será favorable. Luego los
familiares lo despiden como si fuera a morir y le efectúan la cacharpaya. Se
emborrachan bien y lo acompañan durante algún trecho. Al fin se despiden, le
desean un buen viaje y vuelven.
Y cuando el indio se queda solo comienza lo peor.
Si pasa un cóndor, irá todo bien. Si asoma un zorro habrá de ocurrir alguna
desgracia. Esta será irremediable si el animal se asoma a la derecha del
camino, en cambio, si lo hace por la izquierda, el indio podrá, al menos,
conjurar el maleficio, encomendándose al Huasa Mullu, una tremenda deidad
protectora de las llamas y las vicuñas.
Indudablemente, un terrible miedo asalta al
indio, cuando viaja. En su comunidad, el indio es eso mismo que su esposa, o
sus hijos, o sus camaradas piensan de él. Ya lejos, en plena puna, él nada es,
sólo algo que camina silenciosamente, expuesto a todos los males y a todas las
desgracias. Ahí viaja, en cierta manera, hacia el exterminio, hacia la muerte.
En este sentido hay una enorme distancia entre el
indio y nosotros. El no se quiere mover en el espacio, nosotros en cambio, sí
lo hacemos Más aún, esa movilidad la extendimos también al espíritu. Acaso no
decimos en Buenos Aires ¿cómo andas? A un amigo ¿y este qué contesta? Pues,
aquí ando. Andamos siempre, aunque estemos parados delante del amigo. Andamos
de novio, andamos en el colegio, andamos en la facultad, y también andamos en
el surrealismo, en el arte abstracto o en política. En todo andamos, aún cuando
estamos parados. En el tiempo, y en el espacio, y en el espíritu andamos.
Pero ¿estamos realmente felices en medio de esta
movilidad? En verdad a nosotros nos gusta andar, pero también llegar. Lo
decimos incluso. Andamos en una oficina, pero nos gusta llegar a ser jefe; también
andamos escribiendo, pero siempre y cuando lleguemos a publicar un libro; o
andamos pintando para llegar a la exposición. Entonces andamos, y también
llegamos. Pero ¿cómo llegamos: realmente o a medias?
En este sentido el indio llega realmente. A él no
le gusta andar, sino estar. Está en su comunidad, y, cuando camina por los
senderos de su puna, se procura alguna llegada transitoria. ¿cómo? Pues
topándose con una achachila, aquellos cerros nevados que tienen rango de abuelo
carnal. O con una apacheta, aquél otro montoncito de piedra, encima del cuál
suele fijarse alguna cruz. Ahí el indio se detiene, se arranca una ceja y se la
ofrenda a la apacheta diciendo: “Yo te ofrendo para que no me ocurran
desgracias”. Luego descansa y al fin continúa. Su llegada consistió en
toparse con la divinidad.
Indudablemente las andanzas tienen un límite, las
nuestras, en cambio, no. El indio sabe adónde llegar, nosotros, no.
Porque la jefatura, el librito, la exposición son
apenas llegadas transitorias, escamoteadas a nuestro dinámico siglo, que
siempre nos obliga a andar.
Se diría que los dioses del indio esperan a éste
sentados en una apacheta.
¿Y los
nuestros, dónde están? Pues ahí andan, corriendo detrás nuestro como en una
carrera cuadrera, y nosotros siempre adelante, sin dioses, ni apachetas, ni
achachilas: siempre andando y siempre solos.
A veces, realmente parece como si no fuéramos los
dueños del mundo nosotros, sino alguna gente de otros parajes. ¿y qué somos
entonces? Pues apenas inquilinos morosos, que andan siempre sólo para
escabullirle el bulto al verdadero dueño. ¿acaso no nos inventamos nuestras
propias apachetas? Cuántas veces no nos hemos arrancado con desesperación
una ceja ante algún librito de economía o de filosofía, o ante algún panfleto
político, mientras decíamos:” yo te ofrendo, librito, para que me brindes al fin
una llegada real”. O, peor aún: “Yo te ofrendo para que resuelvas los problemas
de esta tierra que ninguno de nosotros entiende”.
Pero es inútil, no somos indios. El indio
siquiera sabe que los dioses están sentados encima de la apacheta. Ellos nos
ven pasar con sus ojos de piedra y saben adónde vamos. Nosotros, en cambio, no.
Nosotros andamos inventando una magia barata para salir del paso sustituyendo
la apacheta por libros. Sería bueno que alguien nos acompañara, siquiera un trecho
en este mundo alquilado.
“…pero eso nunca ocurrirá. Si antiguamente
existía el prejuicio de creer demasiado en los dioses, hoy sobrellevamos el
prejuicio inverso de esquivarlos...”
De “indios, porteños y dioses” Rodolfo Kusch
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